Esta es la segunda gran catástrofe de la incultura del movimiento, después de la educación física de las escuelas, que no pecan solo en cuanto a tiempo dedicado, una o dos horas a la semana, sino en contenido y forma («chicos/as, vamos a hacer deporte, no a movernos, porque lo digo yo y con la normas que yo dictamino, os guste o no»).
Con un poco de suerte, si cuando somos adultos nos queda algo de interés por movernos, nos zambullimos en un mar de (sobre)información, tutoriales, guías, programas, libros. Y malgastamos horas y horas delante de textos como éste, en el peor de los casos, o vídeos, en el mejor, moviéndonos virtualmente, mentalmente.
Es lógico. Desde pequeños, durante más de una década, como mínimo, sentados cinco horas al día nos convencieron de dos cosas:
- Primero la teoría.
- No te equivoques, no hagas el ridículo, no fracases.
Lo veo y lo vivo cada día en mi práctica y en la de las personas a las que enseño.
Nos cuesta un mundo probar, hacer las cosas mal, experimentar sin tener o que nos den «toda» la información, como si existiera la teoría perfecta, como si fuéramos capaces de absorberla en unos pocos minutos y, además, como si nuestro cuerpo fuera capaz de traducirla en algo tildado de excelente o al menos correcto.
Es imposible, porque el movimiento está hecho de sensaciones, percepciones, emociones, miedos, gestos, posturas, patrones… no de números o letras.
Perdemos el tiempo.
Por mucho conocimiento teórico que tengamos, que es necesario hasta ciertas cotas básicas –en ningún momento lo niego–, vamos a tener que morder el polvo, sí o sí, y más si somos mediocres.
La experiencia y la experimentación son el culmen del conocimiento, la prueba de que la teoría es válida, y no al revés.
Así, antes de saber si este músculo hace esto o aquello, el número de series que optimizan el entrenamiento de fuerza o cómo se consigue teóricamente la línea perfecta en una parada de manos, invito a invertir el orden:
- Primero la práctica.
- Equivócate, haz el ridículo, fracasa.
Puede que para algunos sea contradictorio, ya que hacerlo de esta forma nos expone, hace que corramos más riesgos o incluso podría provocar que avanzáramos más lento.
Dejando a un lado que la calidad de aprendizaje debe preceder a la velocidad, habría que pensar que tal vez ocurra al revés.
Por un lado, experimentar puede convertirse en un gran filtro teórico, debido a que la propia experiencia marque INDIVIDUALMENTE y específicamente, con exactitud y precisión qué refinamiento teórico es necesario para cada uno, excluyendo de un plumazo la basura. Además, el propio cuerpo y sus mecanismos, que hemos heredado a través de la evolución desde los inicios de la vida y que nos han hecho sobrevivir, nos protegerá mucho antes de hacernos daño. No nos imaginamos lo que realmente puede llegar a soportar el cuerpo.
Recalco, para los homos binarius, que evidentemente ciertos conocimientos teóricos son necesarios, siempre que se acompañen de práctica. Por ejemplo, no vale «saber» lo que es una retroversión pélvica; se debe «conocer en carne» cómo ejecutarla y mantenerla en diferentes posiciones y situaciones.
Además, que uno experimente no quiere decir que el experimento se realice a ciegas o que no se pueda modular la intensidad o la dificultad, adecuándola al nivel de conocimiento práctico, insisto, del practicante.
Y por otro lado, que el cuerpo y el ego saboreen a diario la mediocridad del movimiento, hacerlo fatal, sigue siendo algo bueno para curarse de miedos/neurosis/expectativas perfeccionistas y elitistas y, sobre todo, SUMA tiempo en movimiento, algo que nunca está de más en nuestro escenario sedentario.
(La mayor parte del tiempo la práctica debería parecerse a esto…)
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