Diría que fue en el último trimestre de 2015.
Acabábamos de volver de Tailandia.
Mi cuerpo tocho y especialmente mis rígidas piernas (sobre todo caderas) habían quedado en evidencia en varias ocasiones.
Convivir con los pescadores de un par de aldeas de una isla remota, que tejían sus redes, limpiaban cangrejos, cocinaban, comían, charlaban y descansaban en la arena de la playa (sin un maldito asiento), me abrió los ojos.
Y ver cómo se manejaban por el suelo de los templos los monjes y turistas asiáticos más “mayores” terminó de confirmármelo.
Sobre todo aquella anciana japonesa que me ridiculizó con sus retorcidas transiciones y comodidad bajas en un templo de Bangkok y sin perder la sonrisa –he explicado varias veces la historia.
Algo estábamos planteando mal por aquí.
Yo, que ya había empezado a hablar públicamente sobre el Método Natural de Hébert, no alcanzaba a tocar el suelo estando de pie y con las rodillas extendidas.
De hecho, al intentarlo la tensión y la quemazón en la cara posterior de las rodillas eran insoportables.
Como le había pasado a Georges Hébert un siglo atrás, la vida “real” me daba una buena bofetada.
Mucho rendimiento, mucha biomecánica, mucha programación, muchas certificaciones…
Mucho fitness y luego, mira.
Ya había empezado a experimentar otros enfoques del movimiento, incluida la cuestión de la movilidad.
Joseph Bartz fue el introductor. Luego le siguieron Ido Portal y otros.
En Internet estaba empezando a explotar la cosa, de momento en foros y páginas web bastante rudimentarias.
¿Quién no recuerda a Gymnastic Bodies y al coach Sommer?
Pero la pereza y mi “resistencia corporal” me hacían posponer la decisión:
Ponerme en serio con ello y priorizarlo durante un tiempo.
Un tiempo (muy) largo, por cierto.
Hasta que se hizo inevitable –si no quería romperme en mil pedazos cuando practicaba “movimiento”.
Por lo que, finalmente, me decidí.
Fue entonces cuando en cuestión de unos dos años mi movilidad mejoró espectacularmente.
Lo compartía en Instagram, cómo no, que de estas cosas “hay que” fardar un poco.
Y la mayoría de la gente no se creía mis progresos.
Mucho menos a mi edad, mi mediocre predisposición morfológica (larguirucho de 1.88m y de naturaleza enclenque) y con mi (nulo) bagaje en estas cuestiones.
De hecho, ni yo me lo creía.
Y, empujado por el propio progreso (y mi ego y el asombro y el frenesí, que diría mi querido amigo y mentor Félix), mi ambición disfrazada de motivación se disparaba.
Y quería más.
Y seguía apretando.
Y me equivoqué tanto…
Este es el motivo de este artículo.
Que, a pesar de lo que veas desde fuera, o incluso más allá de lo que tú puedas progresar, no pierdas la cabeza y cometas los mismos errores que yo.
Porque, la historia que no conté, y la historia que (casi) nadie te reconocerá, es que no vale la pena plantearlo así.
Por mucho progreso y espectacularidad, insisto.
¿Qué es lo que no expliqué?
Básicamente dos cosas:
- Que en aquella época, cuando no estaba lesionado de aquí, estaba lesionado de allá. Siempre.
- Que el malestar, la “tensión” y el dolor que sufrí durante aquellos dos años fueron notables e incesantes.
A lo que voy, pues:
Inspirarse, estudiar, comprender y utilizar las mismas herramientas que, por ejemplo, se emplean tradicionalmente en ciertas corrientes de artes marciales (lo más llamativo y famoso son los monjes Shaolin; de ahí el título) y en la gimnasia artística, tiene su qué y desde luego, con mucha diferencia, pensando en su eficacia para desarrollar y ganar movilidad articular, son abordajes claramente superiores a cualquier otra alternativa.
Sobre todo si lo que quieres es moverte, activamente –como siempre, no hablo de posar quieto, pasivamente.
Ten en cuenta, especialmente, a qué velocidad suelen moverse artistas y gimnastas.
Las aceleraciones y deceleraciones que sufren continuamente sus articulaciones, sumado al impacto, jamás sería soportable a base de “hacer estiramientos”.
No hay enfoque que te dé más control, fuerza, estabilidad, resiliencia… en definitiva posibilidades de movimiento que el que utiliza toda esta gente.
Ahora bien.
Se nos olvidan dos detalles:
- Esta gente se inicia en toda esta historia a una edad tempranísima, por lo general, cuando el cuerpo no está tan cerrado y, además, es mucho más maleable, receptivo.
- El “progreso” y nivel consecuente que suceden de practicar de dicha manera no ocurren, ni mucho menos, en uno o dos años, sino que se construye y reconstruye en cuestión de… no sé… más de una década.
Es justo aquí cuando nos topamos con aquella “tara humana” en la que profundizamos en El tercer error en el entrenamiento de la movilidad articular. Especificidad:
Los “objetivos” y el tiempo.
Lo que nos lleva, para terminar, con el instante gurú:
Por ahí no es.
Plantearlo y practicarlo por ahí no es.
Y si no te lo dice alguien, si no te lo digo yo, y si no lo crees o no me crees, ya te lo impondrá el cuerpo.
¿Me refiero a utilizar estas mismas estrategias que los monjes y los gimnastas?
En absoluto.
Porque no es el qué; (casi) nunca es el qué.
El cómo.
Hablo de dejarte llevar por los hitos, las prisas e incluso las “emociones” (el frenesí y la ambición) de ver cómo se va adaptando el cuerpo.
Por ahí no es.
Moraleja, entonces:
No hay métodos, técnicas, estrategias, herramientas superiores.
No hace falta estudiar ni ser un experto para comprenderlo.
Ni yoga ni contorsionismo ni PNF ni métodos certificados ni nada.
Miras cómo se mueven, ves cómo se mueven y dices mientras se mueven: “Co ño…”.
Punto.
Ahora.
No lo plantees como algo a utilizar para alcanzar algo en concreto (y en el menor tiempo posible).
Adóptalo como una forma de comprender y practicar la movilidad articular de por vida.
Una dirección, una orientación, un estilo.
Y deja que el cuerpo vaya absorbiéndolo y haciendo lo que tenga que hacer, sin más.
Y fin del instante gurú.
Ahora, haz con esta información lo que quieras.
Total, la única razón, la única verdad la encontrarás únicamente gracias a tu propia experiencia.
Gran día,
Rober Sánchez
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